domingo, 18 de diciembre de 2016

Mariana (Historia de una residencia de ancianos). Capítulo Segundo



Mariana


(Historias de una residencia de ancianos)

 
Capítulo Segundo
 
 

 
- Me llamo María de la Constitución. Este patriótico nombre se lo debo a haber nacido el 6 de diciembre de 1978.
El mismo día que los Padres de este utópico documento, lo firmaban, otros padres, los de una servidora, firmaban mi nacimiento en el libro de registro civil.
A mi madrina Angustias, que es socialista, histórica e histriónica, además de depresiva, se le ocurrió que mi menda lerenda, debía llamarse Constitución, porque había nacido el mismo día, que el susodicho documento.
La buena de mi madre se vio envuelta involuntariamente en un tremendo drama familiar, pues mi tío Sancho, borracho, religioso y de derechas, se empeñó en que me llamara María, como la Virgen Santísima. Mi padre que se llama Pericles (alguien me dijo que era un apodo, pero no es verdad, pues es el nombre que le puso mi abuelo, que en gloria esté) y que además es comunista, sindicalista y también algo vago, y porque el borracho beato no le caía bien, pues ¡hala!, Constitución. Pero mi madre rompió una lanza a favor de su hermanito y ¡hala, también María! Así que aquí me tienen ustedes. María de la Constitución para servir a Dios y a ustedes.
Mariana, Rosa y Agustina, reprimen la risa ante la perorata de Consti y cuchichean:
- Cada vez está peor –dice Mariana y Agustina le responde:
- Está chalada del todo, ¿que se cree esta, que tiene 22 años, pues eso es lo que hace de la Constitución.
- No mujer- responde Rosa- la pobrecilla no está bien de la cabeza. Todo eso se lo inventa, porque es verdad que su familia era mu política y a ella se lan quedao las conversaciones que oía cuando era joven. Ella en verdad se llama Constanza, pero todo el mundo la llamaba Consti y creo que de ahí es de donde ella saca, lo de la Constitución. O quizás porque es verdad que tiene una sobrina-nieta que se llama asín y que nació ese día.
- Tú la conocías antes de ingresar aquí, ¿verdad Rosa?
- Sí, éramos vecinas.
- Cuéntanos algo de ella.
- La verdad es que sobre su familia no miente. La madrina, fue quien la crió, también vivía en el mismo barrio, unas casas más abajo. Yo la conocía, y es verdad que la mienta mu bien. Era una mujer que se emberrenchinaba por na, sobre to, cuando no conseguía lo que quería, le daban unos abechuchos que pa´qué. Asín se salía siempre con la suya, cualesquiera le llevaba la contra...
La madre en cambio era un pan bendito, hacían con ella lo que querían los demás. El tío Sancho, era más borracho que el vino, y mas beato que… pero también era un señoritingo, mu bien vestío y mu guapo, que vivía del buen corazón de su hermana. Esta a escondidas de su marío, que no lo podía ver por ser de derechas, le daba dinero pa sus gastos. Le compraba camisas mu caras. (Esta mujer era una costurera mu buena y lo ganaba mu bien) y lo que su hermanito quería ella, se lo daba. Elisa. Y es que de tan buena, parecía tonta.
Pericles, el marío, era un vago, que decía que era comunista, y tan comunista, to se lo comía, sí, era comunista pero le hicieron una putá y se convirtió en sindicalista. Era mu vago, siempre estaba echando discursos, pero desde su sillón, ya ve si era vago que se fumaba la pipa sin tabaco, por no ir al estanco que estaba al revolver la esquina.
Un día les pasó algo terrible…
- ¡Cuidado, que viene otra vez!
- Me llamo María de la Constitución…
Consti, después de haber echado su primer discurso, se había acercado a otra mesa, pero el residente al verla venir, se levantó y se fue al jardín.
Consti, tiene fobia a los espacios abiertos y volvió a la mesa de las tres amigas a repetir su historia.
Y ellas, estoicas, la oyeron en silencio, reprimiendo la risa, con un gran esfuerzo.
 
...

 
La cena se ve interrumpida por la voz de Sandro. Es un argentino que se afincó en España, huyendo de la dictadura de Videla y aquí se quedó.
Ama a España más que a su Argentina, de la que hubo que huir por razones políticas. Tiene una voz deliciosa y canta maravillosamente bien los tangos.
De vez en cuando, cuando ha bebido un poco más de la cuenta, empieza a cantar en las cenas o comidas, amenizando con su bonita voz las comidas. A los residentes les encanta que les cante esos tangos tan hermosos de Carlos Gardel, su favorito, y le aplauden mucho.
Esta noche, se siente inspirado y deja oír su voz en un maravilloso canto de su tierra, al Che Guevara.
Cuando termina de cantar se levanta y brinda por las madres de los desaparecidos.
- Brindo por todas aquellas madres que tuvieron que llorar la desaparición de sus hijos en cualquier dictadura del mundo y por aquellas otras que aún siguen llorando.
Un aplauso muy fuerte lo interrumpe.
- Brindo por todos aquellos que derramaron su sangre en pro de la libertad, por todos los que cayeron defendiendo los derechos e igualdades, por todos…
Un nuevo aplauso le hace callar. El director se acerca a él y musita unas palabras a su oído. Sancho baja la cabeza, hace un gesto con sus manos, y se sienta.
Un murmullo de desaprobación, va recorriendo el comedor.
- Ya, ya lo ha callado el director, como se le nota el plumero…
- Bueno, es que el Sancho es un revolucionario…
- ¿Y qué?, ¿nos va a revolucionar a nosotros?
- Pero es que esas palabras levantan muchas heridas.
- ¿A quién?, ¿a los que las hicieron en las carnes?
- Contigo no se puede hablar, tú eres como él.
- Y a mucha honra. Yo también defendí mis ideales.
- Calla, calla, y come ya, viejo tonto…
Mariana siente una gran admiración por Sancho.
- Fue un gran luchador en su tierra y luego en España defendió los derechos humanos y la libertad. Huyó de la cárcel en su tierra y terminó encarcelado en esta.
Salió de la cárcel allá por los setenta, a finales de los setenta, pero se unió a los jóvenes protesta, aunque él ya no era tan joven y siguió defendiendo la igualdad y la libertad con sus canciones. Volvieron a encerrarlo y no consiguió la libertad hasta que se instauró la democracia, pero ya estaba destrozado, física y psicológicamente. Se dio al vino y un día lo encontraron medio muerto en un camino. Alguien se apiadó de él, y luego nadie sabe como acabó en la residencia con una pensión, no muy grande, pero suficiente para estar aquí.
- ¡Que cosas pasan en la vida!
- ¡Sí, Francisco, que cosas!

...

- He bajado al salón a ver la televisión, aunque, como a la mayoría de mis compañeros, me aburre.
En realidad he bajado porque necesito compañía.
Mariana habla consigo misma.
- Es primero de mes. Francisco ha ido al pueblo a comprar algunas chucherías. Yo no tengo ganas de acompañarle.
El día está fresco y huele a lluvia, mi reuma está por las nubes y me duelen todos los huesos y articulaciones.
Tengo necesidad de compañía, aunque no tengo ganas de hablar. El color mortecino que anuncia el cercano otoño, las nubes que oscurecen el sol y la fresca brisa me ponen triste.
Allí está Carmen, voy a sentarme a su lado. Es una compañera silenciosa y agradable. Sólo interrumpe su silencio para preguntar la hora o el día en que estamos.
Carmen tiene noventa y ocho años. Es una mujer muy delgada. Su vientre abultado nos habla de sus numerosos partos. Está muy encorvada. Sus hombros parecen salir de sus orejas.
A veces Mariana va a visitarla a su habitación, porque su hábito constante de preguntar la hora, hace que los residentes la eviten y a ella le da lástima de su soledad.
Carmen duerme con una camisa blanca, pegada a su cuerpo, que ciñe descaradamente sus senos caídos y el vientre abultado y sobre esta, se pone unas enaguas de tela que ella misma se confeccionaba cuando era más joven. Esta vestimenta, unida a su larga y descuidada melena de cabellos blanco-cenicientos, dan a su cuerpo un aura fantasmal. Lo único agradable de este conjunto, es su cara, la piel tersa, brillante y coloreada en las mejillas y la frente. Los ojos pequeños, maliciosos y vivos. La nariz pronunciada, pero perfecta y la boca con su dentadura completa, blanca y sana. Nos habla de una grandiosa belleza juvenil, que el tiempo cruel, no se ha atrevido a destruir.

...

- ¡Mariana, Mariana!, ¿a que no sabes que ha pasado?
- "Se acabó la paz". No, Rosa, ¿que ha pasado?
- El Sandro y el "Marqués" se han peleao
- ¡Vaya!, y ¿por qué?
- Verás, te cuento, yo estaba ayudando a las limpiadoras con las mesas del jardín, y en una de ellas, el Sandro y el "Marqués" estaban jugando a las cartas. De repente, el "Marqués", pegó un puñetazo en la mesa. La Elisa, la limpiadora, se echó las manos a la cabeza y dijo: "Ya está, ya van a liarse estos".
Tú sabes que esos dos se llevan a matar por culpa de la política y se han liao a mamporros. El argentino tiene más fuerza y es más joven que el "Marqués" y lo ha dejado hecho un Cristo. Ha venio la policía y se los ha llevao a los dos al calabozo.
- ¿Y por qué han empezado a discutir?
- Porque el "Marqués" decía que el Sandro le había hecho trampas, y de que ya estaba jarto de que le robara sus dineros. ¡Ya ves tú, pa lo que juegan, si no tienen un duro ninguno de los dos! El "Marqués", porque lo despluman los hijos en cuanto cobra y el Sandro, porque se lo gasta en vino y con la golfa de la Satu.
- ¿Y tú cómo te enteras de tantas cosas, Rosa?
- Porque yo soy como la poli.
- Sí, sí, tú lo que eres es una cotilla de tomo y lomo.
- Pero a ti, te gusta que yo te cuente cosas, ¿eh? A ver cuando me cuentas tu vida.
- Sí, hombre, para que la sepan hasta los gatos…
- ¡Venga Mariana!, ¡que yo se guardar un secreto!
- Ja, ja, a voces en el mercado.
- ¡Que mala leche tienes!
- Ya, ya, y tu muy buena.

...

Mariana camina sonriente hacia su habitación, va musitando en voz queda…
- ¡Que Rosa ésta, qué cotilla es! Pero la verdad es que es admirable. ¿Cómo puede tener tanta energía a su edad? Y encima es una coqueta.
A Rosa le gusta coquetear con sus compañeros y más de uno le ha pedido matrimonio, ella coquetea y luego les da calabazas.
A ella le cae muy bien. Esa alegría y esas ganas de vivir que tiene son maravillosas.
Nunca la ha visto triste, jamás la ha oído quejarse de un dolor. Ese cuerpo, donde no hay más carne que la necesaria para cubrir sus huesos, siempre está en movimiento. Igual se le ve en la lavandería, ayudando a las muchachas, que se le ve en un pasillo cantando o bailando, haciendo un alegre corrillo.
Ella le llama "El huracán", pues por donde pasa levanta un revuelo, sólo que este es de alegría y buen humor. Hay quienes le llaman "la loca", pero ella cree que es pura envidia.
Rosa se apunta a todas las excursiones. Todos los domingos baja al salón de baile. Juega al bingo, la canasta, a las cartas… Baja al pueblo casi todos los días y los domingos visita a su hija y a sus nietos, pero nunca se queda con ellos, pues dice que ya no la necesitan y que ahora le toca a ella divertirse.
Mariana se sienta en su hamaca y coge el álbum de fotos, empieza a pasar páginas, sin apenas verlas. Es una manía que le calma y así va llamando al sueño.
En una de las páginas se detiene. La foto de un guapo muchacho, parece querer decirle algo. La contempla largo rato con detenimiento.
- ¡Sebastián!, ¿dónde estarás ahora? Si Rosa se enterara de aquella historia. Toda la residencia me perdería el respeto que me tiene. ¡Que daño me hiciste, Sebastián! ¿Qué habrá sido de ti? ¡Que lejos está todo aquello!

Sólo tenía diecinueve años. Había estado tonteando con chicos, pero nunca me había enamorado. Aquel día estaba viendo el desfile militar de la Victoria. Sentí un roce muy cerca de mí y me sobresalté, era un chico joven que con la emoción del desfile me estaba empujando.
- ¡Oiga joven, no me empuje! –Le dije malhumorada.
- ¡Perdone señorita, no me había dado cuenta…!
El chico se disculpó con una sonrisa maravillosa y a mi se me pasó el mal humor.
Era moreno, alto, delgado y con unos ojos de mirada profunda y penetrante. ¡Me estremecí ante aquella mirada! Aquellos ojos tan negros, tan brillantes y con aquella mirada tan excitante, me llegaron al corazón. El resto de las facciones eran más bien vulgares pero aquellos ojos, aquellos ojos de apoderaron de mí.
El chico desapareció, tal vez avergonzado por mi recriminación, pero yo aquella noche no pude conciliar el sueño.
Había oído hablar del flechazo, pero nunca pensé que pudiera pasarme a mí.
Aquel Sebastián de la foto, la había vuelto loca de amor, pero ¡ojalá nunca se hubiese enamorado de él! Así no habría pasado tantas calamidades como pasó.
- ¡Ay Sebastián!, que mala persona eras y yo como una imbecil, caí en tus redes, sin darme cuenta de lo único que buscabas.
Pasa las páginas del álbum y juguetea con el, aunque sabe que los recuerdos dolorosos, no van a dejarla dormir.

...

Mariana prepara el equipaje. Su hijo Mario, que vive e Madrid, se ha acordado de ella. Hace cinco años que no le ve. La ha invitado a pasar unos días en su casa. Siente grandes deseos de verle y también a sus nietos. Ellos no parecen acordarse de su abuela, pero no importa. Se ha acostumbrado a vivir sin ellos, le parece imposible pero es así. Supone que como decía su madre: "Dios da la llaga y la medicina" y así es. "Contra la llaga del olvido, está la medicina de la resignación", dice ella.
El tiempo lo va curando todo y la resignación lo va aceptando todo. Lo que más teme es que se le vuelva a abrir la llaga, pero no puede ni quiere rechazar la posibilidad de volver a ver a su hijo.
Mario es su hijo mayor. Sólo tenía diecinueve años cuando lo tuvo con Sebastián, el gran amor de su vida, ese amor tan traicionero y desdichado. La había seducido y después se marchó del pueblo dejándola deshonrada y embarazada.
Cuando ella se casó, su marido lo adoptó como hijo suyo y jamás hizo ninguna diferencia con él, lo quería tanto como a sus propios hijos, pero Mario nunca le perdonó que se hubiese casado y en cuanto pudo se marchó de casa.
Sin embargo ella quería soñar, que esta vez la vejez de ambos los uniría al igual que la juventud los había separado.
...

Francisco la acompaña a la estación. No le gusta esta separación, pero él no es nadie para impedírselo.
El aviso de que el tren va a partir, hace que los dos amigos se despidan con un abrazo.
- Adiós, Mariana, espero que te vaya bien.
- Eso deseo yo, Francisco. ¡Cuídate!
- Lo haré, Mariana, pero te echaré mucho de menos.
- ¡Venga, Francisco, que no me voy a las Bahamas!
Los dos ríen, Mariana sube al tren. Este arranca y ella ve como Francisco se va empequeñeciendo a medida que el tren se aleja del andén, hasta convertirse en un punto pequeño en la lejanía.
Se reclina en el asiento y cierra los ojos…
…Recuerdo cuando tomé este tren por primera vez, fue un frío día de enero…
…Había mucha hambre en el pueblo, mis padres lo habían perdido todo con la guerra. Estaban desesperados y yo no quería ser una carga más para ellos. Éramos dos bocas más que alimentar. Mi hijo y yo. Mis padres lloraron mucho esta decisión mía de marcharme, pero yo no estaba dispuesta a aumentar su miseria.
Con mi pequeño en brazos, tome este tren hacia Madrid, por primera vez. No sabía que iba a encontrar en la capital, pero quizás tuviera suerte…
…Recuerdo a mis padres en el andén, despidiéndome con lágrimas en los ojos. El fuerte abrazo de mi padre. Un hombre hosco, silencioso, pero tierno a su manera, y las palabras de mi madre…
…"Marianita, si te va mal, vuelve. Hija, no te pierdas, aquí tienes y tendrás siempre un trozo de pan que comer. No hagas locuras. Pase lo que pase, esta es tu casa…"
El tren sigue su camino. Poco a poco el traqueteo y el cansancio hacen que Mariana se adormile.

...

La súbita parada del tren y el chirriar de las ruedas sobre los raíles, la sobresaltan espabilándola.
Mira a su alrededor. La silenciosa viajera que la acompañaba al principio del trayecto, ha desaparecido. En su lugar, una chica joven, la mira con simpatía.
- Buenos días, abuela. ¡Que buen sueño se ha echado!
- Hola, hija, sí es verdad, me he quedado dormida. No suelo dormir en los viajes, pero estaba cansada… ¿Dónde estamos?
La chica sonríe y responde:
- En Madrid.
- ¿Yá?
- Sí, parece que ha dormido toda la noche.
- Sí, eso parece.
- ¿Quiere que la ayude a bajar?
- Bueno, si eres tan amable…
La joven coge los equipajes y echa a andar por el pasillo hasta la puerta, seguida por la anciana.
Deja las maletas en el andén y vuelve con rapidez para ayudarla a bajar.
- ¿Dónde va señora? – pregunta la chica.
- Voy a Moratalaz, pero supongo que mi hijo habrá venido a esperarme. ¡Mírale, allí está!
La chica mira donde señala Mariana. Efectivamente, un hombre cincuentón, avanza precipitadamente hacia ellas, le acompaña un muchacho de unos veinte años.
- ¡Mario!
- ¡Mamá!
Los dos se abrazan fuertemente. La joven los contempla sonriente y dice:
- Señora, yo ya me marcho, que sea feliz en Madrid.
- Adiós pequeña, ¿no viene a recibirte nadie?
- No, señora, yo vengo a buscar trabajo.
Mariana siente una punzada en el pecho y dice a su hijo:
- Mario, da nuestra dirección a esta jovencita. ¡Hija ven a verme pronto!
- Así lo haré señora, ¿cómo se llama usted?
- Mariana, ¿y tú?
- Eloisa.
Las dos mujeres se despiden con un beso y un ¡hasta pronto! y Mariana vuelve a abrazar a su hijo, reparando en el chico que le acompaña.
- ¿Agustín?
- Sí mamá, el pequeño Agustín.
Abraza a su nieto sin mucha efusión. Apenas le conoce. Todos marchan hacia el coche de Mario.

(Novela de Concha Quintero. Todos los derechos reservados) 


domingo, 10 de julio de 2016

Mariana (Historias de una residencia de ancianos). Capítulo Primero


Mariana

(Historias de una residencia de ancianos)


Capítulo Primero

 

    Con la mirada perdida en el infinito y sumida en sus pensamientos, Mariana, espera que el reloj dé las dos para bajar al comedor.

     - Quizás no sea primavera, pero para mí lo es. Últimamente el color del día, me traslada de una estación a otra, sin esperar a que el tiempo pase. Dicen que es mi demencia senil y puede que lleven razón, porque el almanaque ha desaparecido de mi vida. Hubo un tiempo en que este me marcaba con tal agonía, que vivía pendiente de él.

     Ahora, desde no sé cuando, pues para mí ya no tiene importancia, veo las horas, los días, las estaciones, con los ojos del alma. Si el cielo está azul, es primavera y si luce gris, es invierno. Las otras estaciones se han borrado de mi pensamiento. Sólo sé que es de día, porque sale el sol y de noche, porque se oculta. Mi cuerpo no siente ya el calor, por eso el verano no existe en mi mente; pero si el día está claro y el cielo azul, es primavera para mi, aunque los demás digan que estamos en el mes de enero. Cuando el día está gris y mis pensamientos se ennegrecen, me da igual que estemos en junio, porque yo me hundo en un frío diciembre. Ese helado y triste diciembre en el que no puse el árbol de Navidad, porque no tenía regalos a quien entregar.

     Mi estado mental al que llaman “demencia senil”, me devuelve pocos recuerdos y me borra la realidad que no quiero ver.

     A veces me pregunto qué hago aquí, rodeada de viejos decrépitos, babeantes y escandalosos. A veces me olvido que yo soy una de ellos, una pobre vieja que espera la liberación de la muerte, entre los viejos compañeros de camino, los insensibles enfermeros que te pierden el respeto y te tratan como si fueras un niño pequeño y la tristeza del olvido.

 

     El reloj interrumpe los pensamientos de Mariana, son las dos de la tarde, ha de bajar al comedor. Aunque a ella le respetan el sitio, le gusta ser puntual.

     Con paso lento, tranquilo, apoyada en su bastón, se encamina hacia el ascensor. El reuma y la huella del tiempo han hecho mella en su esqueleto, le cuesta caminar y siente como los dolores le roen los huesos. ¡Que lejos quedó la frescura de la juventud!

     - ¡Buenas tardes Mariana!

Una joven, alegre y bonita, la saluda sonriente

     - Buenas tardes niña.

     La joven se aleja con paso ligero hacia el fondo del corredor. Mariana la sigue con la mirada y suspira…

     - ¡Ay, juventud, divino tesoro!

Mientras, espera pacientemente el ascensor, colapsado a aquella hora.

 

     Mariana  contempla el plato intacto sobre la mesa, no tiene hambre, se pone a hablar con él en voz baja, nadie la mira, muchos otros lo hacen a voz en grito.

     - Te preguntas que me pasa, yo te lo voy a explicar querido plato. Hoy siento que no tengo edad, que esa vulgaridad irrespetuosa, llamada vejez, no existe, tengo mi mente fresca y siento correr la sangre por mis venas. El día está azul y los pajarillos cantan y vuelan alegres de un árbol a otro en el jardín.

     Hoy me sé distinta de esos viejos que me rodean. Ellos son esas “buenas gentes” de la que habla Machado, de los que no hacen preguntas y donde hay vino, beben vino, y donde no hay vino, beben agua fresca. Yo nunca fui de esa buena gente, siempre anduve haciendo preguntas y nunca me conformé con beber agua allí donde no había vino y hoy no me conformo con ver mi cuerpo pudrirse entre estas paredes. Contemplarme vieja entre viejos, una vieja más que camina con pasos acelerados hacia la muerte.

     Mis compañeros, mis viejos compañeros, comen, beben, duermen o se despiertan, lloran o ríen; pero no tienen un cielo azul, ni un cóndor negro que pega aletazos en las largas noches del pensamiento, ni grilletes en el corazón refrenando pasiones.

     Yo nunca fui niña, porque viví en la vejez de algún espíritu que me poseía. Nunca fui joven, porque la razón me guiaba y ahora no soy vieja porque una sinrazón estúpida e inútil me rebela contra lo lógico.

     Siento espinas atravesando mi pecho y cristales que me lo rompen. Siento los amaneceres rojos, cuando mi cuerpo viejo, es asaltado por deseos de juventud y me invento una muerte gloriosa para creer que voy a ser un recuerdo y negar la evidencia de ser sólo el olvido.

     Sí, querido plato, a ti te puedo contar estas cosas, porque tú no hablas, no abres unos ojos espantados, ni piensas que estoy loca, que se me ha ido la tapadera de los sesos.

     Hace mucho tiempo, escribí poemas, cuando mi mente podía hilvanar estos pensamientos a diario, no como ahora, que dentro de un rato se me van, y aunque los oiga revolotear como palomas, el palomo ladrón del tiempo me los roba.

     Eso es lo que me pasa, querido plato.-

 

     Mariana ha terminado de comer, coge su bastón y se dirige hacia el bar del hogar. Quiere tomar un café para despejarse, pues lo poco que ha comido le ha producido somnolencia y no quiere irse a dormir. Allí se encuentra cada día con Francisco, un residente algo más joven que ella. Los dos se han hecho muy buenos amigos. Charlan y se distraen mutuamente.

 

     Busca con la mirada la mesa donde se sienta con Francisco, para tomar café y darse compañía. Él está allí, fiel como un perro. Cuando termina de comer antes que ella, es más rápido, sale corriendo (es un decir) para ocupar la mesa junto a la ventana. “Su mesa”, dicen ellos.

     - ¿Qué vas a tomar Mariana?

     La respuesta es obvia para él, pero repite la pregunta cada tarde y cada tarde ella repite la respuesta.

     - Café con más leche.

     Mariana habla con Francisco como cada tarde, cuando su mente está clara.

     - Dicen que los viejos no debemos tomar café, no debemos fumar, no debemos tomar grasas (que siempre están contenidas en las comidas más deliciosas). Yo creo que es una conspiración contra la vejez. Simple mala idea con los condenados a muerte. ¿Por qué no nos dejan morir en paz, sin torturarnos con tantas prohibiciones? Yo tomo café, fumo y de vez en cuando, cuando me apetece, me tomo un bocadillo bien relleno de colesterol y otros deliciosos venenos.

     - Tú, Mariana, siempre en contra de lo establecido.

     Sí, Francisco, y tú con el eterno “sí buana” escrito en tu frente. ¿Qué te pasa hoy, te veo triste?

     - Nada, Mariana, los achaques de siempre.

     Mariana sonríe para si, Francisco es un quejica, pero le agrada su compañía. Lo observa fijamente, le gustaría adivinar la edad que tiene. Sabe que es más joven que ella, pero ese pudor infantil y absurdo, que obliga a ciertas personas a mentir sobre su edad o simplemente a ocultarla, es el que posee Francisco, haciéndole un poco ridículo en su mutismo cuando se le pregunta los años que tiene. No es demasiado viejo, no hace tanto que se ha jubilado, de todas formas es una de esas personas que no tienen edad. Cuando son jóvenes parecen mayores y cuando son viejos no lo parecen.

 

     Después de comer,  la mayoría de los residentes se marchan a sus habitaciones a dormir la siesta, pero Francisco y Mariana no tienen ganas de retirarse a dormir.

     - ¿Damos un paseo por el jardín, Francisco?

     - Como tú quieras, Mariana.

     Los dos pasean del brazo por el jardín, contemplando la fresca y mortecina tarde de otoño que les hace presagiar el fin de sus días, haciendo que sus cuerpos se estremezcan al mismo ritmo.

     No están enamorados, ellos lo saben, pero se necesitan y se buscan. A veces sólo para leer juntos en silencio. Otras para contemplar la naturaleza que nace o muere en el jardín y otras, simplemente para saborear ese café después de comer, que une sus almas, tan lejanas y tan cercanas a la vez.

     Los otros residentes cotillean su historia, algunos hasta pedían boda. Ellos no comprenden que hay almas exquisitas, que se unen en el silencio de la soledad sin que ningún sentimiento carnal o sensual, altere la belleza de esos momentos.

     Mariana sonríe dulcemente a Francisco y apoya su mano sobre la de este. Él le devuelve la sonrisa.

     - Vamos a acercarnos a aquel árbol y nos sentamos en el banco que hay junto a él, ese árbol me recuerda uno que había en casa de mis padres.

     - Vamos.

     Se sientan ambos en el banco y Mariana contempla el árbol centenario que le recuerda a aquel otro de su infancia.

     - ¿Sabes Francisco?, yo vivía en una casa enorme y vieja, muy antigua, de mucho antes de la guerra. En esa casa había dos patios, uno estaba a nivel de la casa y el otro teníamos que bajar unos escalones. En el patio de arriba, que así le llamábamos, mi madre tenía sembrada flores y árboles. Había dos melocotoneros y una parra que terminaban su enramado en la azotea. En el patio de abajo, mi madre criaba gallinas y tenía una tomatera, pimenteros y otras verduras... En el patio de arriba también estaba sembrado un árbol parecido a este, o tal vez lo único que tenía de común, eran sus raíces. ¿Ves estas raíces tan enormes y desagradables?, pues aquellas eran iguales. Aquellas raíces me fascinaban, podía pasarme horas contemplándolas. Me producían extraños estremecimientos de placer y asco, algo morboso que aún hoy al recordarlas me hacen sentir el frío recorriendo mi espina dorsal.

     Aquellas raíces eran cuarteadas (aún mas que estas) como la piel de un lagarto y cubiertas por algo parecido a las escamas de un pez, o a espuma petrificada. Era algo que me repugnaba y al mismo tiempo me producía un gran placer en el cuerpo, algo así como cuando “hacía algo prohibido”. Sentía una gran necesidad de tocarlas y una vez hecho retiraba mi mano con gran repugnancia, con ganas de vomitar.

     - Tú es que has sido alguien muy especial.

     - Yo no me veo así.

     - Tú no, pero escucha a la gente.

     - ¡Sí!, ¿Qué dicen de mí?

     - Mejor me callo.

     - Sí, hijo, tú siempre callado. ¿Nos vamos?

     - Sí, empiezo a tener frío.

     Los dos, cogidos del brazo y apoyado en sus bastones vuelven hacia la residencia, donde empiezan a encender las luces. La tarde se oscurece y Mariana y Francisco caminan en silencio.

 

     Mariana se retira a su habitación después de cenar, los recuerdos la envuelven, sigue recordando el patio de la casa de sus padres, aquel patio que guardaba toda su historia infantil.

     En el pequeño, sombrío y húmedo patio, había también dos melocotoneros, uno tenía la edad de uno de sus hermanos, el otro era más joven. Estos árboles estaban sembrados en un arriate, junto a la ventana del dormitorio de sus padres, por donde ella saltaba al patio ensangrentándose las rodillas, al chocar con las aristas de la ventana. Crecían hasta descansar en la azotea y algunas ramas caían al tejado que cubría la parte del comedor (donde ella se escondía, cuando no deseaba ser encontrada). Había soñado muchas noches que aquellos árboles extendían sus ramas hasta tocar el cielo y que al igual que en su cuento de “las habichuelas mágicas”, subía y subía, hasta llegar allí; pero en su sueño, no estaba el gigante, ni la gallina de los huevos del oro. En su sueño veía a Dios, y a los santos y a los mártires que le enseñaba su libro de religión, la única lectura permitida junto a los cuentos.

     Soñaba que Dios era un ser hermoso y paternal que nada tenía que ver con aquel Dios castigador, que los domingos le dibujaba D. Manuel, subido a aquel púlpito con su voz atronadora que le encogía el ombligo y le hacía sentir tan mal. Aquel Dios de sueños le perdonaba sus pecados infantiles y le acogía cariñosamente en sus brazos.

 

     El ruido de voces y carreras por los pasillos la despierta sobresaltada. Se había quedado dormida en la hamaca.

     Se pone un a bata sobre el camisón y se alisa un poco el pelo. Al asomarse a la puerta de su habitación ve como la gente se precipita hacia el ascensor y las escaleras. Un rumor sordo hace presentir a Mariana que algo grave sucede.

     -¿Qué ocurre? –Pregunta a un anciano que pasa por la puerta de su habitación.

     -¡Andrés se ha matado!

     -¡Dios mío!

Un escalofrío le recorre la espina dorsal. “¡Andrés!, ¿cómo ha podido hacer tal cosa!”

     Mariana se viste y sale al comedor ya vacío. Cuando llega abajo, la gente se agolpa en el jardín. Se dirige hacia el grupo e intenta abrirse paso entre la multitud de ancianos, empleados y policías.

     A fuerza de empujar logra llegar hasta donde el cuerpo de Andrés yace sin vida cubierto por una manta. Un policía le impide acercarse más, sólo ve la silueta del cuerpo bajo la manta, manchada de sangre, que lo cubre.

     - ¿Como ha sido? –Pregunta al policía que le ha cortado el paso.

     - Por lo visto se tiró anoche desde la terraza del noveno piso. Nadie le oyó caer.

     Mariana recuerda que el ruido de un fuerte golpe le había despertado, pero creyó que era producto de su imaginación o tal vez, como la mayoría de los que lo oyeron, “que había sido un objeto pesado arrastrado por el fuerte viento de levante que soplaba la noche anterior”.

     Una ambulancia se lleva el cuerpo sin vida de Andrés, Mariana, sentada en un banco le ve partir para siempre. Andrés no era un buen amigo suyo, pero su mujer sí. Esta había muerto pocos meses antes, dejando solo a Andrés, que no había podido resistir la soledad. Este hombre no tenía amigos, era un hombre hosco y solitario que distraía su tiempo jugando a las máquinas del bar. Al principio, cuando su mujer vivía sólo jugaba de vez en cuando, pero al morir Micaela, el juego fue absorbiéndolo de tal forma, que se gastaba todo el dinero de la pensión en él, hasta llegar al extremo de entramparse con todo el mundo.

     Mariana creía que este era el motivo de su muerte. Se había convertido en un hombre lleno de deudas y había caído en la desesperación.

     - ¿Te has enterado de lo de Andrés? –Francisco interrumpe sus pensamientos.

     - Sí, ya lo he oído

     - ¡Pobre Andrés!

     - Sí, pobre Andrés y pobre de todos nosotros. La soledad nos va carcomiendo el alma y el seso.

 

     Es el cumpleaños de Rosa. Ha cumplido setenta y cinco años y sus compañeros quieren celebrarlo.

     Rosa es la mujer más alegre de la Residencia. Es muy pequeña y delgada, y terriblemente ágil. Baila muy bien las verdiales y las sevillanas. Tiene el pelo largo y sedoso, completamente blanco, lo lleva recogido en un moño. Las arrugas de su cara es lo único que denota su edad, pues se crió en el campo y el sol le seco y cuarteó el cutis.

     Al contrario que otros ancianos es una mujer muy preocupada por su higiene y su aspecto, es muy coqueta. Su dinamismo y su carácter alegre, hace olvidar su edad. Es capaz de hacer reír al más apático de los ancianos.

     Mariana y Francisco, sentados en “su mesa” la contemplan bailar y reír ruidosamente.

     - Es un huracán esa mujer, Francisco, yo la llamo así y ella se ríe con el apodo y se lo llama así misma. Por donde pasa va levantando una polvareda de alegría y buen humor.

     - Sí, pero también tiene sus detractores, Mariana, algunos la conocen por “la loca” o “la histérica”.

     - ¡Claro, Francisco!, como cualquier ser humano, pero ella también se ríe de estos apodos. ¿Tú sabes que Rosa ingresó en este centro voluntariamente? No quería ser un estorbo para su hija y sus nietos y tampoco quería saber hasta cuando la hubieran soportado si se hubiera ido a vivir con la hija, como esta quería.

     - Ha hecho muy bien, así no se ha visto forzada a abandonar su casa, como tantos otros.

     - ¿Lo dices por ti, gorrión?

     - No te burles Mariana.

     - No me burlo Francisco, sólo quiero que cures tu herida.

 

     Tras la fiesta de cumpleaños, Mariana se despide de Francisco y se marcha a su habitación, está agotada, Rosa la ha sacado a bailar, la ha hecho reír a carcajadas con sus chistes y sus ocurrencias y se encuentra muy cansada.

     Un ruido en el pasillo la despierta, cuando apenas ha cogido el sueño. Se levanta pesadamente de la hamaca y acerca el oído a la puerta. El ruido viene de la habitación de enfrente, parece que hubiera una batalla campal. El estruendo de cacharros rotos y voces airadas le hace murmurar.

     - ¡Esos dos jamás dejarán de pelear y discutir! No me explico para qué porras se han casado. ¡Con lo bien que estaban cada uno por su lado y yo también estaba muy tranquila, ¡caray!

     Y mira que montaron una gran fanfarria con la boda; y se besaban como tortolitos cuando se cortejaban, pero hija, fue casarse y al día siguiente, ¡zas! Tirarse cacharros y ponerse verde a voz en grito, no entiendo por qué el Sr. Director no los expulsa. ¡Claro como ella es su tía, o tía abuela, o que sé yo, pero es una recomendada.

     Mariana se asoma al pasillo. La puerta de enfrente se abre violentamente, Agustina sale de la habitación llorando.

     - ¡Hala, ya va a chivarse a su sobrino!

     Vuelve la calma y Mariana intenta dormir, pero un tropel de pensamientos la embarga y no consigue más que adormilarse. Un portazo la vuelve a desvelar.

     Mariana, desesperada, saca su álbum de fotos y empieza a pasar hojas. Así suele calmarse cada vez que sus vecinos comienzan la gresca y así suele dormir, aunque sean unas pocas horas.

 

     La limpiadora se sorprende al ver a Mariana en camisón, sentada en la cama, con la mirada perdida en un punto fijo de la habitación.

     La chica es nueva, solo lleva un par de semanas en la Residencia y ningún día se la ha encontrado en este estado, pues Mariana es muy madrugadora y sólo se la ha cruzado en el pasillo o la ha visto pasear por el jardín a horas muy tempranas.

     - ¡Que haces en mi casa!, ¿quién eres tú?- El grito de Mariana la sorprende y la asusta.

     - ¿Qué te pasa Mariana?, soy Pepa y vengo a limpiar.

     - ¿A limpiar mi casa, quién te ha dado permiso para entrar?, ya sé, ha sido mi nuera, ¿verdad? Esa mala bestia te ha mandado a robarme mis joyas, ¿verdad? Esa sinvergüenza no quiere esperar a que me muera.

     La chica, sorprendida, no comprende que le pasa a esa mujer, que otros días parece tan educada y cariñosa.

     Mariana se levanta de la cama con ímpetu y se lanza hacia la chica, la pellizca y la empuja hacia la puerta.

     -¡Vete de aquí mala pécora, y dile a mi nuera que si quiere joyas, que se la compre su amante, no tiene  bastante con haberme puesto los cuernos con mi marido, y haberme quitado a mi hijo.

     La chica asustada se marcha de la habitación casi llorando.

     Mariana, vuelve a sentarse en la cama, se queda quieta, estática y vuelve a buscar un punto en la habitación. Hacia él dirige su mirada. Permanece así, hasta que llega un enfermero, le administra su medicación y la tiende en la cama.

     Mariana ha sentido que una angustia mortal atenazaba su garganta, el mundo se borraba de sus ojos y se alejaba de sus oídos, con un estrépito de trompetas finales.

     La camilla corría a una velocidad meteórica… Las voces angustiadas comentaban…, las miradas expresaban un terror angustioso.

     Un gotero enorme, con miles de brazos gigantescos, intentaban atraparla…

     De pronto, un golpe seco, lo borró todo a su vista.

 

     Un médico blanco, se alzaba frente a ella. La miraba fijamente con una expresión de inmensa crueldad. Tenía los ojos de nazi de película. Mordía lentamente su barba blanca. Se alargaba y se encogía como las figuras que dibujan en la pared la llama de las velas. Su cuerpo, se estremecía de miedo.

     La sala donde estaban parecía un inmenso almacén de harina. La gente que allí estaba, tenían una mirada de terror y culpabilidad.

     Aquel gotero enorme y gigantesca culebra de mil brazos, la había atrapado y sus tentáculos se le clavaban por todo el cuerpo.

     Ese característico olor a hospital, se apretaba contra su nariz, impidiendo que el aire penetrara por ella.

     En el aire flotaban los círculos fosforescentes del quirófano. Los párpados inmóviles, se negaban a cerrarse. El médico de la barba blanca la contemplaba impasible. El médico levantó su mano armada de un cuchillo. Mariana lo veía acercarse hacia su pecho. Un grito angustioso se escapó de su garganta…

 

     El blanco fantasma se quitó un guante transparente, que empezó a gotear sangre, sangre que vertía en un principio lentamente y más tarde como un pequeño manantial.

     El médico estaba tan quieto que Mariana llegó a creer que era una estatua de mármol.

     De pronto sonó su voz, era como un trueno. Su eco empezó a extenderse por la habitación, por los pasillos, hasta llenar todo el hospital, sobrecogiendo a la multitud que pululaba por él.

     - ¡Ha sido una equivocación…, ha sido una equivocación…, ha sido una…

     La gente empezó a correr despavorida, perseguida por la voz, la camilla (que se puso en marcha ella sola) y un horripilante cortejo de batas blancas sin cuerpo, sólo se veían sus ojos, ojos horrorizados de espanto. Detrás del alucinante cortejo, el médico, con la lentitud de un espectro, masticando su barba y esgrimiendo el guante, que cada vez sangraba más. Su voz atronaba dejando sordos a los que le veían

     - ¡Ha sido un error, ha sido… ¡

     De pronto, sus ojos se iluminaron como dos faros rojos y fluorescentes. Su boca se abrió en una estentórea carcajada. Todo el cortejo se paró en seco, ante aquella espantosa visión.

     Un estrepitoso trueno, hizo temblar el hospital. El médico saltó en pedazos por los aires. Empezó a manar sangre del techo. La gente echó a correr hacia las puertas gritando, pero estas estaban cerradas y todos se aplastaban contra ellas.

     La sangre cubrió por completo el hospital, y se transformó en una inmensa llama de fuego, en el centro de ella apareció el médico, más blanco y enorme que antes. Su voz cavernosa repetía,

     - ¡Ha sido una equivocación, ha sido una…

     - ¡Mariana, despierta por favor, despierta de una vez…

 

     - ¡Mariana despierta, por favor Mariana, despierta!

     - Un frío de muerte lo cubrió todo, de pronto empezó a nevar. Un manto blanco borró las huellas del error… La nieve se fue derritiendo y se volvió en sucio río, donde el médico intentaba lavar…

     - ¿Qué dices Mariana, que estás musitando?

     - la sangre sin conseguirlo. Sus manos…

     - ¡Mariana despierta de una puñetera vez! ¿Qué te pasa?, despierta.

     Mariana mira a Francisco sorprendida.

     - ¿Dónde estoy?

     - ¿Como que donde estás? ¡En la Residencia!

     - ¿Qué Residencia, quien eres tú?

     - ¡Mariana, por Dios!, ¿que te pasa?

     Mariana hunde la cabeza entre sus manos. Un ruido como el zumbido de un avión se apodera de su cerebro. Las imágenes empiezan a volver a su mente. Es Francisco el que tiene frente a ella. Su cerebro empieza a poblarse de recuerdos. Francisco, el café, Rosa bailando con ella, Andrés bajo la manta, los del 113 peleando…

     Mariana sonríe a Francisco, este respira con satisfacción. Lleva mucho tiempo junto a ella, nunca la había visto en este estado, es cierto que él sabe muy bien lo que es, pero no lo esperaba de Mariana. Es verdad que de vez en cuando la ha pillado en ciertos despistes, pero él lo justificaba como cosas de la edad. Mariana, su Mariana, su amiga del alma, empieza a sentir el cruel peso del tiempo. Francisco quiere a Mariana como nunca ha querido a nadie, no está enamorado de ella, pero la adora, ella le comprende, le hace reír, le acompaña en sus silencios y con sus ironías se burla de sus heridas, pero él sabe que lo hace para que deje de mortificarse. Es una buena compañera del alma.

 
 

(Novela de Concha Quintero, Derechos Reservados)