Mariana
(Historias de una
residencia de ancianos)
Con la mirada perdida
en el infinito y sumida en sus pensamientos, Mariana, espera que el reloj dé
las dos para bajar al comedor.
-
Quizás no sea primavera, pero para mí lo es. Últimamente el color del día, me
traslada de una estación a otra, sin esperar a que el tiempo pase. Dicen que es
mi demencia senil y puede que lleven razón, porque el almanaque ha desaparecido
de mi vida. Hubo un tiempo en que este me marcaba con tal agonía, que vivía
pendiente de él.
Ahora,
desde no sé cuando, pues para mí ya no tiene importancia, veo las horas, los
días, las estaciones, con los ojos del alma. Si el cielo está azul, es
primavera y si luce gris, es invierno. Las otras estaciones se han borrado de
mi pensamiento. Sólo sé que es de día, porque sale el sol y de noche, porque se
oculta. Mi cuerpo no siente ya el calor, por eso el verano no existe en mi
mente; pero si el día está claro y el cielo azul, es primavera para mi, aunque
los demás digan que estamos en el mes de enero. Cuando el día está gris y mis
pensamientos se ennegrecen, me da igual que estemos en junio, porque yo me
hundo en un frío diciembre. Ese helado y triste diciembre en el que no puse el
árbol de Navidad, porque no tenía regalos a quien entregar.
Mi
estado mental al que llaman “demencia senil”, me devuelve pocos recuerdos y me
borra la realidad que no quiero ver.
A
veces me pregunto qué hago aquí, rodeada de viejos decrépitos, babeantes y
escandalosos. A veces me olvido que yo soy una de ellos, una pobre vieja que
espera la liberación de la muerte, entre los viejos compañeros de camino, los
insensibles enfermeros que te pierden el respeto y te tratan como si fueras un
niño pequeño y la tristeza del olvido.
El
reloj interrumpe los pensamientos de Mariana, son las dos de la tarde, ha de
bajar al comedor. Aunque a ella le respetan el sitio, le gusta ser puntual.
Con
paso lento, tranquilo, apoyada en su bastón, se encamina hacia el ascensor. El
reuma y la huella del tiempo han hecho mella en su esqueleto, le cuesta caminar
y siente como los dolores le roen los huesos. ¡Que lejos quedó la frescura de
la juventud!
-
¡Buenas tardes Mariana!
Una joven, alegre y bonita, la saluda
sonriente
-
Buenas tardes niña.
La
joven se aleja con paso ligero hacia el fondo del corredor. Mariana la sigue
con la mirada y suspira…
-
¡Ay, juventud, divino tesoro!
Mientras, espera pacientemente el ascensor,
colapsado a aquella hora.
Mariana contempla el plato intacto sobre la mesa, no
tiene hambre, se pone a hablar con él en voz baja, nadie la mira, muchos otros
lo hacen a voz en grito.
-
Te preguntas que me pasa, yo te lo voy a explicar querido plato. Hoy siento que
no tengo edad, que esa vulgaridad irrespetuosa, llamada vejez, no existe, tengo
mi mente fresca y siento correr la sangre por mis venas. El día está azul y los
pajarillos cantan y vuelan alegres de un árbol a otro en el jardín.
Hoy
me sé distinta de esos viejos que me rodean. Ellos son esas “buenas gentes” de
la que habla Machado, de los que no hacen preguntas y donde hay vino, beben
vino, y donde no hay vino, beben agua fresca. Yo nunca fui de esa buena gente,
siempre anduve haciendo preguntas y nunca me conformé con beber agua allí donde
no había vino y hoy no me conformo con ver mi cuerpo pudrirse entre estas
paredes. Contemplarme vieja entre viejos, una vieja más que camina con pasos
acelerados hacia la muerte.
Mis
compañeros, mis viejos compañeros, comen, beben, duermen o se despiertan,
lloran o ríen; pero no tienen un cielo azul, ni un cóndor negro que pega
aletazos en las largas noches del pensamiento, ni grilletes en el corazón
refrenando pasiones.
Yo
nunca fui niña, porque viví en la vejez de algún espíritu que me poseía. Nunca
fui joven, porque la razón me guiaba y ahora no soy vieja porque una sinrazón
estúpida e inútil me rebela contra lo lógico.
Siento
espinas atravesando mi pecho y cristales que me lo rompen. Siento los
amaneceres rojos, cuando mi cuerpo viejo, es asaltado por deseos de juventud y
me invento una muerte gloriosa para creer que voy a ser un recuerdo y negar la
evidencia de ser sólo el olvido.
Sí,
querido plato, a ti te puedo contar estas cosas, porque tú no hablas, no abres
unos ojos espantados, ni piensas que estoy loca, que se me ha ido la tapadera
de los sesos.
Hace
mucho tiempo, escribí poemas, cuando mi mente podía hilvanar estos pensamientos
a diario, no como ahora, que dentro de un rato se me van, y aunque los oiga
revolotear como palomas, el palomo ladrón del tiempo me los roba.
Eso
es lo que me pasa, querido plato.-
Mariana
ha terminado de comer, coge su bastón y se dirige hacia el bar del hogar.
Quiere tomar un café para despejarse, pues lo poco que ha comido le ha
producido somnolencia y no quiere irse a dormir. Allí se encuentra cada día con
Francisco, un residente algo más joven que ella. Los dos se han hecho muy
buenos amigos. Charlan y se distraen mutuamente.
Busca
con la mirada la mesa donde se sienta con Francisco, para tomar café y darse
compañía. Él está allí, fiel como un perro. Cuando termina de comer antes que
ella, es más rápido, sale corriendo (es un decir) para ocupar la mesa junto a
la ventana. “Su mesa”, dicen ellos.
-
¿Qué vas a tomar Mariana?
La
respuesta es obvia para él, pero repite la pregunta cada tarde y cada tarde
ella repite la respuesta.
-
Café con más leche.
Mariana
habla con Francisco como cada tarde, cuando su mente está clara.
-
Dicen que los viejos no debemos tomar café, no debemos fumar, no debemos tomar
grasas (que siempre están contenidas en las comidas más deliciosas). Yo creo
que es una conspiración contra la vejez. Simple mala idea con los condenados a
muerte. ¿Por qué no nos dejan morir en paz, sin torturarnos con tantas
prohibiciones? Yo tomo café, fumo y de vez en cuando, cuando me apetece, me
tomo un bocadillo bien relleno de colesterol y otros deliciosos venenos.
-
Tú, Mariana, siempre en contra de lo establecido.
Sí,
Francisco, y tú con el eterno “sí buana” escrito en tu frente. ¿Qué te pasa
hoy, te veo triste?
-
Nada, Mariana, los achaques de siempre.
Mariana
sonríe para si, Francisco es un quejica, pero le agrada su compañía. Lo observa
fijamente, le gustaría adivinar la edad que tiene. Sabe que es más joven que
ella, pero ese pudor infantil y absurdo, que obliga a ciertas personas a mentir
sobre su edad o simplemente a ocultarla, es el que posee Francisco, haciéndole
un poco ridículo en su mutismo cuando se le pregunta los años que tiene. No es
demasiado viejo, no hace tanto que se ha jubilado, de todas formas es una de
esas personas que no tienen edad. Cuando son jóvenes parecen mayores y cuando
son viejos no lo parecen.
Después
de comer, la mayoría de los residentes
se marchan a sus habitaciones a dormir la siesta, pero Francisco y Mariana no
tienen ganas de retirarse a dormir.
-
¿Damos un paseo por el jardín, Francisco?
-
Como tú quieras, Mariana.
Los
dos pasean del brazo por el jardín, contemplando la fresca y mortecina tarde de
otoño que les hace presagiar el fin de sus días, haciendo que sus cuerpos se
estremezcan al mismo ritmo.
No
están enamorados, ellos lo saben, pero se necesitan y se buscan. A veces sólo
para leer juntos en silencio. Otras para contemplar la naturaleza que nace o
muere en el jardín y otras, simplemente para saborear ese café después de
comer, que une sus almas, tan lejanas y tan cercanas a la vez.
Los
otros residentes cotillean su historia, algunos hasta pedían boda. Ellos no
comprenden que hay almas exquisitas, que se unen en el silencio de la soledad
sin que ningún sentimiento carnal o sensual, altere la belleza de esos
momentos.
Mariana
sonríe dulcemente a Francisco y apoya su mano sobre la de este. Él le devuelve
la sonrisa.
-
Vamos a acercarnos a aquel árbol y nos sentamos en el banco que hay junto a él,
ese árbol me recuerda uno que había en casa de mis padres.
-
Vamos.
Se
sientan ambos en el banco y Mariana contempla el árbol centenario que le
recuerda a aquel otro de su infancia.
-
¿Sabes Francisco?, yo vivía en una casa enorme y vieja, muy antigua, de mucho antes
de la guerra. En esa casa había dos patios, uno estaba a nivel de la casa y el
otro teníamos que bajar unos escalones. En el patio de arriba, que así le
llamábamos, mi madre tenía sembrada flores y árboles. Había dos melocotoneros y
una parra que terminaban su enramado en la azotea. En el patio de abajo, mi
madre criaba gallinas y tenía una tomatera, pimenteros y otras verduras... En
el patio de arriba también estaba sembrado un árbol parecido a este, o tal vez
lo único que tenía de común, eran sus raíces. ¿Ves estas raíces tan enormes y
desagradables?, pues aquellas eran iguales. Aquellas raíces me fascinaban,
podía pasarme horas contemplándolas. Me producían extraños estremecimientos de
placer y asco, algo morboso que aún hoy al recordarlas me hacen sentir el frío
recorriendo mi espina dorsal.
Aquellas
raíces eran cuarteadas (aún mas que estas) como la piel de un lagarto y
cubiertas por algo parecido a las escamas de un pez, o a espuma petrificada.
Era algo que me repugnaba y al mismo tiempo me producía un gran placer en el
cuerpo, algo así como cuando “hacía algo prohibido”. Sentía una gran necesidad
de tocarlas y una vez hecho retiraba mi mano con gran repugnancia, con ganas de
vomitar.
-
Tú es que has sido alguien muy especial.
-
Yo no me veo así.
-
Tú no, pero escucha a la gente.
-
¡Sí!, ¿Qué dicen de mí?
-
Mejor me callo.
-
Sí, hijo, tú siempre callado. ¿Nos vamos?
-
Sí, empiezo a tener frío.
Los
dos, cogidos del brazo y apoyado en sus bastones vuelven hacia la residencia,
donde empiezan a encender las luces. La tarde se oscurece y Mariana y Francisco
caminan en silencio.
Mariana
se retira a su habitación después de cenar, los recuerdos la envuelven, sigue
recordando el patio de la casa de sus padres, aquel patio que guardaba toda su
historia infantil.
En
el pequeño, sombrío y húmedo patio, había también dos melocotoneros, uno tenía
la edad de uno de sus hermanos, el otro era más joven. Estos árboles estaban
sembrados en un arriate, junto a la ventana del dormitorio de sus padres, por
donde ella saltaba al patio ensangrentándose las rodillas, al chocar con las
aristas de la ventana. Crecían hasta descansar en la azotea y algunas ramas
caían al tejado que cubría la parte del comedor (donde ella se escondía, cuando
no deseaba ser encontrada). Había soñado muchas noches que aquellos árboles
extendían sus ramas hasta tocar el cielo y que al igual que en su cuento de
“las habichuelas mágicas”, subía y subía, hasta llegar allí; pero en su sueño,
no estaba el gigante, ni la gallina de los huevos del oro. En su sueño veía a
Dios, y a los santos y a los mártires que le enseñaba su libro de religión, la
única lectura permitida junto a los cuentos.
Soñaba
que Dios era un ser hermoso y paternal que nada tenía que ver con aquel Dios
castigador, que los domingos le dibujaba D. Manuel, subido a aquel púlpito con
su voz atronadora que le encogía el ombligo y le hacía sentir tan mal. Aquel
Dios de sueños le perdonaba sus pecados infantiles y le acogía cariñosamente en
sus brazos.
El
ruido de voces y carreras por los pasillos la despierta sobresaltada. Se había
quedado dormida en la hamaca.
Se
pone un a bata sobre el camisón y se alisa un poco el pelo. Al asomarse a la
puerta de su habitación ve como la gente se precipita hacia el ascensor y las
escaleras. Un rumor sordo hace presentir a Mariana que algo grave sucede.
-¿Qué
ocurre? –Pregunta a un anciano que pasa por la puerta de su habitación.
-¡Andrés
se ha matado!
-¡Dios
mío!
Un escalofrío le recorre la espina dorsal.
“¡Andrés!, ¿cómo ha podido hacer tal cosa!”
Mariana
se viste y sale al comedor ya vacío. Cuando llega abajo, la gente se agolpa en
el jardín. Se dirige hacia el grupo e intenta abrirse paso entre la multitud de
ancianos, empleados y policías.
A
fuerza de empujar logra llegar hasta donde el cuerpo de Andrés yace sin vida
cubierto por una manta. Un policía le impide acercarse más, sólo ve la silueta
del cuerpo bajo la manta, manchada de sangre, que lo cubre.
-
¿Como ha sido? –Pregunta al policía que le ha cortado el paso.
-
Por lo visto se tiró anoche desde la terraza del noveno piso. Nadie le oyó
caer.
Mariana
recuerda que el ruido de un fuerte golpe le había despertado, pero creyó que
era producto de su imaginación o tal vez, como la mayoría de los que lo oyeron,
“que había sido un objeto pesado arrastrado por el fuerte viento de levante que
soplaba la noche anterior”.
Una
ambulancia se lleva el cuerpo sin vida de Andrés, Mariana, sentada en un banco
le ve partir para siempre. Andrés no era un buen amigo suyo, pero su mujer sí.
Esta había muerto pocos meses antes, dejando solo a Andrés, que no había podido
resistir la soledad. Este hombre no tenía amigos, era un hombre hosco y
solitario que distraía su tiempo jugando a las máquinas del bar. Al principio,
cuando su mujer vivía sólo jugaba de vez en cuando, pero al morir Micaela, el
juego fue absorbiéndolo de tal forma, que se gastaba todo el dinero de la
pensión en él, hasta llegar al extremo de entramparse con todo el mundo.
Mariana
creía que este era el motivo de su muerte. Se había convertido en un hombre
lleno de deudas y había caído en la desesperación.
-
¿Te has enterado de lo de Andrés? –Francisco interrumpe sus pensamientos.
-
Sí, ya lo he oído
-
¡Pobre Andrés!
-
Sí, pobre Andrés y pobre de todos nosotros. La soledad nos va carcomiendo el
alma y el seso.
Es
el cumpleaños de Rosa. Ha cumplido setenta y cinco años y sus compañeros
quieren celebrarlo.
Rosa
es la mujer más alegre de la Residencia. Es
muy pequeña y delgada, y terriblemente ágil. Baila muy bien las verdiales y las
sevillanas. Tiene el pelo largo y sedoso, completamente blanco, lo lleva
recogido en un moño. Las arrugas de su cara es lo único que denota su edad,
pues se crió en el campo y el sol le seco y cuarteó el cutis.
Al
contrario que otros ancianos es una mujer muy preocupada por su higiene y su
aspecto, es muy coqueta. Su dinamismo y su carácter alegre, hace olvidar su
edad. Es capaz de hacer reír al más apático de los ancianos.
Mariana
y Francisco, sentados en “su mesa” la contemplan bailar y reír ruidosamente.
-
Es un huracán esa mujer, Francisco, yo la llamo así y ella se ríe con el apodo
y se lo llama así misma. Por donde pasa va levantando una polvareda de alegría
y buen humor.
-
Sí, pero también tiene sus detractores, Mariana, algunos la conocen por “la
loca” o “la histérica”.
- ¡Claro,
Francisco!, como cualquier ser humano, pero ella también se ríe de estos
apodos. ¿Tú sabes que Rosa ingresó en este centro voluntariamente? No quería
ser un estorbo para su hija y sus nietos y tampoco quería saber hasta cuando la
hubieran soportado si se hubiera ido a vivir con la hija, como esta quería.
-
Ha hecho muy bien, así no se ha visto forzada a abandonar su casa, como tantos
otros.
-
¿Lo dices por ti, gorrión?
-
No te burles Mariana.
-
No me burlo Francisco, sólo quiero que cures tu herida.
Tras
la fiesta de cumpleaños, Mariana se despide de Francisco y se marcha a su
habitación, está agotada, Rosa la ha sacado a bailar, la ha hecho reír a
carcajadas con sus chistes y sus ocurrencias y se encuentra muy cansada.
Un
ruido en el pasillo la despierta, cuando apenas ha cogido el sueño. Se levanta
pesadamente de la hamaca y acerca el oído a la puerta. El ruido viene de la
habitación de enfrente, parece que hubiera una batalla campal. El estruendo de
cacharros rotos y voces airadas le hace murmurar.
-
¡Esos dos jamás dejarán de pelear y discutir! No me explico para qué porras se
han casado. ¡Con lo bien que estaban cada uno por su lado y yo también estaba
muy tranquila, ¡caray!
Y
mira que montaron una gran fanfarria con la boda; y se besaban como tortolitos
cuando se cortejaban, pero hija, fue casarse y al día siguiente, ¡zas! Tirarse
cacharros y ponerse verde a voz en grito, no entiendo por qué el Sr. Director
no los expulsa. ¡Claro como ella es su tía, o tía abuela, o que sé yo, pero es
una recomendada.
Mariana
se asoma al pasillo. La puerta de enfrente se abre violentamente, Agustina sale
de la habitación llorando.
-
¡Hala, ya va a chivarse a su sobrino!
Vuelve
la calma y Mariana intenta dormir, pero un tropel de pensamientos la embarga y
no consigue más que adormilarse. Un portazo la vuelve a desvelar.
Mariana,
desesperada, saca su álbum de fotos y empieza a pasar hojas. Así suele calmarse
cada vez que sus vecinos comienzan la gresca y así suele dormir, aunque sean
unas pocas horas.
La
limpiadora se sorprende al ver a Mariana en camisón, sentada en la cama, con la
mirada perdida en un punto fijo de la habitación.
La
chica es nueva, solo lleva un par de semanas en la Residencia y ningún día
se la ha encontrado en este estado, pues Mariana es muy madrugadora y sólo se
la ha cruzado en el pasillo o la ha visto pasear por el jardín a horas muy
tempranas.
-
¡Que haces en mi casa!, ¿quién eres tú?- El grito de Mariana la sorprende y la
asusta.
-
¿Qué te pasa Mariana?, soy Pepa y vengo a limpiar.
-
¿A limpiar mi casa, quién te ha dado permiso para entrar?, ya sé, ha sido mi
nuera, ¿verdad? Esa mala bestia te ha mandado a robarme mis joyas, ¿verdad? Esa
sinvergüenza no quiere esperar a que me muera.
La
chica, sorprendida, no comprende que le pasa a esa mujer, que otros días parece
tan educada y cariñosa.
Mariana
se levanta de la cama con ímpetu y se lanza hacia la chica, la pellizca y la
empuja hacia la puerta.
-¡Vete
de aquí mala pécora, y dile a mi nuera que si quiere joyas, que se la compre su
amante, no tiene bastante con haberme
puesto los cuernos con mi marido, y haberme quitado a mi hijo.
La
chica asustada se marcha de la habitación casi llorando.
Mariana,
vuelve a sentarse en la cama, se queda quieta, estática y vuelve a buscar un
punto en la habitación. Hacia él dirige su mirada. Permanece así, hasta que
llega un enfermero, le administra su medicación y la tiende en la cama.
Mariana
ha sentido que una angustia mortal atenazaba su garganta, el mundo se borraba
de sus ojos y se alejaba de sus oídos, con un estrépito de trompetas finales.
La
camilla corría a una velocidad meteórica… Las voces angustiadas comentaban…,
las miradas expresaban un terror angustioso.
Un
gotero enorme, con miles de brazos gigantescos, intentaban atraparla…
De
pronto, un golpe seco, lo borró todo a su vista.
Un
médico blanco, se alzaba frente a ella. La miraba fijamente con una expresión
de inmensa crueldad. Tenía los ojos de nazi de película. Mordía lentamente su
barba blanca. Se alargaba y se encogía como las figuras que dibujan en la pared
la llama de las velas. Su cuerpo, se estremecía de miedo.
La
sala donde estaban parecía un inmenso almacén de harina. La gente que allí
estaba, tenían una mirada de terror y culpabilidad.
Aquel
gotero enorme y gigantesca culebra de mil brazos, la había atrapado y sus
tentáculos se le clavaban por todo el cuerpo.
Ese
característico olor a hospital, se apretaba contra su nariz, impidiendo que el
aire penetrara por ella.
En
el aire flotaban los círculos fosforescentes del quirófano. Los párpados
inmóviles, se negaban a cerrarse. El médico de la barba blanca la contemplaba
impasible. El médico levantó su mano armada de un cuchillo. Mariana lo veía
acercarse hacia su pecho. Un grito angustioso se escapó de su garganta…
El
blanco fantasma se quitó un guante transparente, que empezó a gotear sangre,
sangre que vertía en un principio lentamente y más tarde como un pequeño
manantial.
El
médico estaba tan quieto que Mariana llegó a creer que era una estatua de
mármol.
De
pronto sonó su voz, era como un trueno. Su eco empezó a extenderse por la
habitación, por los pasillos, hasta llenar todo el hospital, sobrecogiendo a la
multitud que pululaba por él.
- ¡Ha
sido una equivocación…, ha sido una equivocación…, ha sido una…
La
gente empezó a correr despavorida, perseguida por la voz, la camilla (que se
puso en marcha ella sola) y un horripilante cortejo de batas blancas sin
cuerpo, sólo se veían sus ojos, ojos horrorizados de espanto. Detrás del
alucinante cortejo, el médico, con la lentitud de un espectro, masticando su
barba y esgrimiendo el guante, que cada vez sangraba más. Su voz atronaba
dejando sordos a los que le veían
-
¡Ha sido un error, ha sido… ¡
De
pronto, sus ojos se iluminaron como dos faros rojos y fluorescentes. Su boca se
abrió en una estentórea carcajada. Todo el cortejo se paró en seco, ante
aquella espantosa visión.
Un
estrepitoso trueno, hizo temblar el hospital. El médico saltó en pedazos por
los aires. Empezó a manar sangre del techo. La gente echó a correr hacia las
puertas gritando, pero estas estaban cerradas y todos se aplastaban contra
ellas.
La
sangre cubrió por completo el hospital, y se transformó en una inmensa llama de
fuego, en el centro de ella apareció el médico, más blanco y enorme que antes. Su
voz cavernosa repetía,
-
¡Ha sido una equivocación, ha sido una…
-
¡Mariana, despierta por favor, despierta de una vez…
-
¡Mariana despierta, por favor Mariana, despierta!
-
Un frío de muerte lo cubrió todo, de pronto empezó a nevar. Un manto blanco
borró las huellas del error… La nieve se fue derritiendo y se volvió en sucio
río, donde el médico intentaba lavar…
-
¿Qué dices Mariana, que estás musitando?
-
la sangre sin conseguirlo. Sus manos…
- ¡Mariana
despierta de una puñetera vez! ¿Qué te pasa?, despierta.
Mariana
mira a Francisco sorprendida.
-
¿Dónde estoy?
-
¿Como que donde estás? ¡En la
Residencia !
-
¿Qué Residencia, quien eres tú?
-
¡Mariana, por Dios!, ¿que te pasa?
Mariana
hunde la cabeza entre sus manos. Un ruido como el zumbido de un avión se
apodera de su cerebro. Las imágenes empiezan a volver a su mente. Es Francisco
el que tiene frente a ella. Su cerebro empieza a poblarse de recuerdos.
Francisco, el café, Rosa bailando con ella, Andrés bajo la manta, los del 113
peleando…
Mariana
sonríe a Francisco, este respira con satisfacción. Lleva mucho tiempo junto a
ella, nunca la había visto en este estado, es cierto que él sabe muy bien lo
que es, pero no lo esperaba de Mariana. Es verdad que de vez en cuando la ha
pillado en ciertos despistes, pero él lo justificaba como cosas de la edad.
Mariana, su Mariana, su amiga del alma, empieza a sentir el cruel peso del
tiempo. Francisco quiere a Mariana como nunca ha querido a nadie, no está
enamorado de ella, pero la adora, ella le comprende, le hace reír, le acompaña
en sus silencios y con sus ironías se burla de sus heridas, pero él sabe que lo
hace para que deje de mortificarse. Es una buena compañera del alma.